Por Walter Vargas
La superclásica final que jugarán Boca y River propicia un sinfín de hipótesis y especulaciones que tanto contienen el sentido común y lo que salta a la vista, cuanto lo traído de los pelos y el franco delirio, lo cual no deja de ser esperable en el contexto de un acontecimiento único, inaugural y por añadidura con todo por consumarse.
Precisamente por su sesgo excepcional y aglutinador cabría ajustar una mirada capaz de honrar lo más grato, sin relativizar las eventuales contraindicaciones, pero a la vez con la debida toma de distancia de los tonos apocalípticos.
Admitido y celebrado que un Superclásico con la Copa Libertadores en pugna supone el escenario de un guión ideal y de una expectación que será difícil igualar, la pregunta del millón es por qué razón las prevenciones, las hipótesis de conflicto y el caldo de cultivo de la compleja situación social de este tiempo deberían tener un rango superior.
Hace muchos años el escritor Oscar Wilde parafraseó un célebre aserto de la filosofía oriental y advirtió: “Ten cuidado con lo que deseas, porque puede convertirse en realidad”.
Ésta y no otra debería ser una de las dos frases de cabecera de los hinchas de Boca y River.
La otra, en general, se atribuye al Mayo Francés y a veces al Movimiento Surrealista de la década de los años 1920, lo mismo da: “Esto no es un ensayo general, esto es la vida”.
Si dar una vuelta olímpica ante el adversario histórico más encumbrado y enconado es una fantasía sublime, y por lo tanto bienvenida en un escenario de concreción posible, inmediata, será justo asumir que la fantasía sublime podría trocar en la peor pesadilla y llegado el caso forzar a dar la talla, emocional, ética, de convivencia, la que fuere.
Que en lo deseado suele anidar lo temido es cosa tan sabida como que en este confín del planeta el fútbol es un bien simbólico que inspira sentimientos profundos, intensos, duraderos y, a veces, admitidos, desmadrados.
Pero admitir el desmadre de esos sentimientos está lejos de naturalizar que la frustración deportiva sea canalizada a través de la violencia literal, y tampoco, por más que haya un creciente runrún en ese sentido, que se dé curso al oscuro pronóstico de que en el anochecer del sábado 24, una vez dirimido quien gana y quien pierde, el país todo se convertirá en un despliegue de maldad insolente: del caos al grotesco y del grotesco a la tragedia.
Desde luego que no será descabellado imaginar episodios de desborde, disputas, desenlaces desdichados pero queda por ver si tendrán una dimensión exponencial y si, como coligen quienes conciben estos dos clásicos como una cruel jugarreta del destino, lo extraordinario de sus circunstancias será la mecha que encienda extraordinarias expresiones de calamidad.
Se puede tener miedo a una derrota deportiva, pero no se debería sentir miedo a las palabras ni a la copiosa jerga bélica que por estos días enmarca la llamada Superfinal.
Los deportes nacieron como una metáfora bélica y ese sustrato, el de la competencia directa, el de la lucha por un territorio y por una recompensa, no sólo persiste con enorme vigor, no sólo constituye al fútbol, no sólo determina los sentidos que circulan y su lenguaje: también se corresponde con la parte más sabrosa del plato.
Si los deportes, si un Boca/River se vivieran con la civilizada y refinada asepsia con que se presencia una función del “Lago de los cisnes”, sería imposible explicar por qué gozan del magnetismo de que gozan, por qué las pasiones tristes son un mal necesario y las pasiones alegres la quimera del oro emocional que persiguen millones y millones de adoradores de tal o cual camiseta.
El fútbol puede ser definido como un fantástico pasaje de la guerra a la fiesta.
El gran desafío que se le presenta a la comunidad futbolera que reúne a las dos hinchadas mayoritarias será pues aludir a la guerra solo en su vertiente metafórica; es decir, aludirla y a la vez eludirla, para que advenga con sus ganadores y sus perdedores, con sus lágrimas de fuente contrapuestas, la fiesta en su máxima expresión.