El vaso medio lleno muestra que Argentina tiene más estudiantes universitarios que sus vecinos: en nuestro país hay 557 estudiantes por cada 10.000 habitantes, mientras que en Brasil son 408 y en Chile, 355. El vaso medio vacío, en tanto, aparece al observar los niveles de graduación: Argentina tiene apenas 31 graduados cada 10.000 habitantes, mientras que Brasil presenta 61 y Chile, 55.
Los datos surgen del estudio “Reducida graduación universitaria”, del Centro de Estudios de la Educación Argentina (CEA) de la Universidad de Belgrano, dirigido por Alieto Aldo Guadagni. El informe compara la cantidad de estudiantes y graduados universitarios en Argentina, Brasil y Chile, así como la eficacia en la graduación (cuántos estudiantes se reciben en el tiempo esperado) y los mecanismos de ingreso a la universidad en cada país.
“Al comparar nuestras cifras sin restricciones de ingreso frente a las de países con sistemas restrictivos como Brasil y Chile, se observa que su sistema es mucho más eficaz, con mayor graduación anual y mayor crecimiento en cantidad de graduados en los últimos años”, analiza Francisco Boero, autor del informe.
Para estimar la “eficacia” en la graduación, el documento compara la cantidad de ingresantes en el año 2017 con la cifra de graduados del año 2021. Ese indicador –que presupone que las carreras duran 4 años– arroja que en Argentina solo se gradúan 28 estudiantes de cada 100 que ingresaron 4 años antes, mientras que en Brasil se reciben 46 y en Chile 69.
Según datos oficiales de la Secretaría de Políticas Universitarias, la duración promedio de las carreras en Argentina está muy lejos de los 4 años: en los hechos, los estudiantes tardan en promedio 9 años en terminar sus carreras. Y son pocas las que prevén de entrada una duración “teórica” de solo 4 años.
Menos de un tercio de los universitarios (29,6%) egresan en el tiempo previsto por el plan de estudios. Las trayectorias se prolongan no solo porque en Argentina las carreras son más largas que en otros países: también incide la alta proporción de estudiantes que trabajan; así como cuestiones académicas como la rigidez de los planes de estudio o la falta de coordinación entre materias correlativas, que puede hacer que un alumno que desaprueba una asignatura pierda un año de cursada.
“Es importante prestar atención a que los sistemas de ingreso a la universidad en nuestro país son totalmente diferentes a los de nuestros vecinos. Tenemos ingreso irrestricto determinado por ley (pocos países en el mundo comparten este régimen). Pero al mismo tiempo tenemos muy pocos graduados. Por su parte, nuestros vecinos tienen exámenes generales de graduación secundaria (el ENEM en Brasil y la PAES en Chile)”, plantea Alieto Guadagni, director del CEA.
Para comparar las cifras, es fundamental contextualizar: tener en cuenta el modelo universitario, la estructura social y las políticas, que son muy diferentes en los tres países analizados, advierte Norberto Fernández Lamarra, profesor de la Universidad Nacional de Tres de Febrero –donde dirige varios posgrados de educación– y expresidente de la Sociedad Argentina de Estudios Comparados en Educación.
“En Brasil hay un fuerte predominio de las universidades privadas: el 80% de los estudiantes cursa en este tipo de instituciones. Dos tercios de esas universidades son comerciales, algo que no existe en Argentina ni en Chile: son propiedad de sociedades anónimas. En Argentina, el 18% de los estudiantes asisten a universidades privadas, pero están prohibidas expresamente por ley las universidades comerciales”, describe Fernández Lamarra.
Tanto Brasil como Chile tienen exámenes de ingreso exigentes, pero en Brasil esa selectividad incide sobre todo en el acceso a las universidades públicas. “Nuestro sistema ha tendido a la democratización de la educación superior: desde 1949 tenemos la universidad pública gratuita; las instituciones tienen mecanismos de ingreso –como el CBC de la UBA– pero no son selectivos. En Chile, donde una alta proporción de los jóvenes directamente no logra ingresar, el sistema ha llevado a situaciones conflictivas, que derivaron en sucesivos programas de democratización”, afirma Fernández Lamarra, director de revistas académicas dedicadas a la educación superior.
Más allá de las diferencias de modelo con respecto a los países vecinos, ¿cómo se explica la aparente paradoja de tener más estudiantes pero menos graduados? Los expertos consultados por Infobae hacen hincapié no tanto en los mecanismos de ingreso al sistema universitario argentino, sino en el nivel académico de los egresados de la escuela secundaria. También mencionan los “escasos incentivos” que ofrece la secundaria para prepararse adecuadamente para la universidad: da lo mismo terminar la escuela con un promedio alto o bajo.
“Cada vez son más los estudiantes que terminan el secundario sin los saberes esperados. Las universidades establecen diferentes dispositivos para paliar esta situación, como tutorías o cursos de nivelación”, señala Mónica Marquina, doctora en Educación Superior, investigadora del Conicet y coordinadora de los equipos de educación de la Fundación Alem.
Un informe reciente del Observatorio de Argentinos por la Educación mostró que solo 13 de cada 100 estudiantes que comienzan la primaria terminan la secundaria a tiempo y con los conocimientos esperados de Lengua y Matemática. Marcelo Rabossi, doctor en Educación, profesor e investigador en la Universidad Torcuato Di Tella, advierte que el problema radica no solo los niveles de aprendizaje, sino también en la baja terminalidad de la escuela secundaria.
“El problema mayúsculo que enfrenta la Argentina, y que nos ha retrasado en cuanto a la cantidad de graduados en el nivel superior, es la baja proporción de la población que ha finalizado la secundaria. Estamos estancados desde hace décadas, mientras que Chile, que en 1990 graduaba solo el 50% de su población, pasó al 90%. Hoy, nosotros recién alcanzamos aproximadamente el 65% de finalización en la población de entre 19 y 24 años. Y si bien en nuestro caso hubo un aumento porcentual en las últimas dos décadas, también es cierto que una parte se ha dado a través de modalidades de cursada ‘exprés’, donde la calidad de la educación es muy baja”, indica Rabossi.
De todas maneras, las bajas tasas de graduación resultan inherentes a un modelo universitario de ingreso irrestricto, aclara Rabossi. “No es un problema argentino sino del modelo: es algo intrínseco. Cuando se compara qué ocurre en otros países con sistemas irrestrictos, se obtienen resultados similares. En Estados Unidos existen universidades con ingreso irrestricto, y las tasas de deserción son altas, similares a las nuestras. Otro claro ejemplo es La Sorbona, en Francia: en sus carreras de grado con ingreso irrestricto, menos de 4 de cada 10 ingresantes completan sus estudios”, explica el especialista de la Universidad Di Tella.
En contraste, los modelos selectivos resultan más “eficientes” –pero más excluyentes–. En la Universidad de Harvard ingresan solo 6 de cada 100 postulantes: sus tasas de graduación se acercan al 95%. “Las universidades de élite de Brasil, como la de San Pablo y la de Campinas, también son muy eficientes a la hora de graduar profesionales. Pero su modelo de ingreso es altamente selectivo: en promedio ingresan menos de 2 de cada 10 postulantes”, señala Rabossi.
¿Qué se puede hacer para mejorar los resultados del sistema, sin sacrificar calidad pero sin resignar su impronta inclusiva? Para Fernández Lamarra, es fundamental que las universidades “hagan mayores esfuerzos en el apoyo a las trayectorias de los estudiantes, generando instancias de asistencia pedagógica, dándoles herramientas para enseñarles a estudiar”. El especialista también plantea que las instituciones de educación superior “deberían articular con las autoridades provinciales para mejorar la enseñanza en la escuela secundaria”.
Marquina trae a la discusión los nuevos perfiles de los estudiantes: “Hoy se discute en el mundo cómo hacer para que cada vez sean más los estudiantes que tienen títulos superiores, y hay consenso en que es necesario ofrecer programas más flexibles, con mayores opciones, porque el perfil del estudiante ya no es el de hace cuatro décadas. Son jóvenes que no están dispuestos a proyectar su vida solo estudiando durante más de 6 años. La universidad ofrece carreras con muchas trabas, con contenidos superpuestos, y una carga horaria que supone un estudiante full time, un perfil que casi no existe en nuestro país”.
Los especialistas también apuntan a la duración de las carreras y a las formas de enseñanza en la universidad, donde suele haber menos reflexión pedagógica que en la escuela. “Los nuevos enfoques asumen que los estudiantes requieren tiempo de estudio propio, nuevas formas de aprender; que hay otras fuentes de conocimiento a las que usualmente recurren más allá de la escucha al docente en una clase magistral, con las nuevas tecnologías bien utilizadas, todo lo cual requiere cambiar la perspectiva”, agrega Marquina.
La investigadora del Conicet subraya la necesidad de revisar la didáctica y el currículum: “No tengo dudas de que hay que poner el foco en los planes de estudio y en la forma de enseñar de los docentes. Esto merece un análisis profundo por parte del sistema universitario, sin por ello recurrir a soluciones rápidas y resguardando, sobre todo, la calidad”.
Si un estudiante pasa por la universidad y no se recibe, ¿es una inversión perdida? Para Marquina, una forma de sumar valor a esas trayectorias incompletas sería un mayor reconocimiento de certificaciones o títulos intermedios. “Es bueno que los estudiantes cursen en la universidad, pero ese saber y competencias adquiridas tienen que ser reconocidos. Es muy desmoralizante y poco motivador para un estudiante sentir que cursó y que hasta no recibirse nada de eso le será reconocido. Claro que es mejor que un estudiante curse en la universidad a que no lo haga. Pero cada hora cursada y aprobada debe ser reconocida, y hay que facilitar diversas trayectorias y titulaciones”, propone.
“Por supuesto que es deseable, tanto desde lo personal como desde lo social, que un estudiante finalice los estudios universitarios, y a eso debe propender el sistema”, sostiene Rabossi. Pero señala también que –aunque no se alcance la meta– las experiencias universitarias tienen efectos positivos más allá del título. Rabossi concluye: “La productividad promedio de un trabajador con educación terciaria incompleta es mayor a la de uno que solo completó la secundaria. Así, de hecho, no se pierde por completo la inversión que hizo el Estado en formarlo. A su vez, hay beneficios intergeneracionales: los hijos de padres con educación superior incompleta desarrollan, por una cuestión cultural, mayores incentivos para ir a la universidad. En definitiva, es un error mirar las dinámicas sociales con una lógica maniquea de todo o nada”.