El marido de Isabel II, Felipe de Edimburgo, ha fallecido este viernes a los 99 años en el palacio de Windsor, según ha anunciado la familia real británica. “Es con gran pesar que su majestad la reina anuncia la muerte de su amado marido, su alteza real el príncipe Felipe, duque de Edimburgo”, señaló el Palacio de Buckingham en un comunicado. Felipe de Edimburgo abandonó el hospital el pasado 16 de marzo tras ser intervenido con éxito de una dolencia cardiaca preexistente. “Su Alteza Real murió pacíficamente esta mañana en el castillo de Windsor. Se harán nuevos anuncios a su debido momento”, agregó la nota. El primer ministro británico, Boris Johnson, ha leído un comunicado oficial de pésame a las puertas de Downing Street: “Ayudó a dirigir la Familia Real y la Monarquía para que permanecieran como una institución indisputablemente vital para el equilibrio y la felicidad de nuestra vida nacional”, ha dicho Johnson.
Ninguno de los intentos por escribir una biografía de Felipe de Edimburgo que desentrañara su personalidad triunfó en el empeño. El marido de Isabel II y Príncipe Consorte del Reino Unido se mantuvo hasta el último momento como un enigma y un comodín que sirvió a partidarios y detractores de la Monarquía para representar a una institución eterna o deplorar la altanería y arrogancia de una casta alejada de la realidad. “Damas y caballeros, se presenta ante ustedes la persona con más experiencia en el mundo en descubrir placas conmemorativas”, solía decir en sus últimos actos públicos, antes de retirarse finalmente de la escena oficial en 2017. El sentido del humor, tan cáustico como autocrítico, fue uno de sus pocos refugios.
Coleccionaba viñetas de los humoristas gráficos británicos más célebres, como Matt. Llegó a tener casi doscientos dibujos originales que repartió por los cuartos de baño de todos los palacios y castillos de la Casa de los Windsor. Fue el modo de asegurarse, en la intimidad, de que la última sonrisa fuera la suya. El alférez de navío de la Marina Real buscó en el mar su último cobijo. O en el aire, donde llegó a sumar 5.986 horas de vuelo en 59 tipos diferentes de aeronaves. Su último trayecto fue de Carlisle a Islay, en agosto de 1997, con 76 años. O en la fe, que comenzó como una costumbre incorporada con naturalidad a su educación y condición social, y se convirtió durante los últimos años en un empeño introspectivo. Ayudó a Robin Woods, decano de Windsor y capellán doméstico de la Reina, a poner en marcha St. George´s House, un centro de retiro, conferencias y estudios donde los sacerdotes anglicanos se reunían para debatir asuntos eclesiásticos.
Felipe de Edimburgo fue el aristócrata apátrida que renunció a su historia y su apellido para consolidar la Casa de los Windsor. El príncipe irreverente y bocazas que irritó con sus salidas de tono a la izquierda política y mediática británica. El modelo de una elegancia masculina de tejidos exquisitos y corte clásico que lleva el sello de las sastrerías de Savile Row, en Londres. Traje de mil rayas en el que cada línea la componen minúsculas “Ps”, de Philip, en color azul o rojo. Nunca blanco, como los ingleses de élite educados en Eton u Oxford. El príncipe Felipe nunca perteneció a esa estirpe. Y, sin embargo, representó la quintaesencia de una clase consciente de que una vez estuvo al frente de un gran imperio.
El duque de Edimburgo fue el pararrayos, el escudo y el reverso negativo de Isabel II. El ancla de una familia y de una institución que nunca albergó la menor duda, a diferencia de sus hijos y de sus nietos, de que la magia que aseguraba su estabilidad se construía con distancia y liturgia.
Cuando el destino derrumba el privilegio y la grandeza de un manotazo, algunas figuras defienden con mayor tenacidad y convicción su pretendido lugar en el mundo. Felipe de Grecia y Dinamarca nació en la isla de Corfú, en el palacio familiar de Mon Repos, el 10 de julio de 1921. Sobrino del rey Constantino I de Grecia, obligado a abdicar después las derrotas infligidas por el ejército turco de Kemal Ataturk. Hijo del príncipe Andrés, hermano del rey, y de la princesa Alicia de Battenberg. Su padre arrastró al exilio a toda la familia para huir del pelotón de fusilamiento. Y hasta los nueve años, junto a sus cuatro hermanas, pasó el tiempo entre París y Londres.
Bajo el auspicio de su tía, María Bonaparte, princesa de Grecia y Dinamarca, que les prestó su residencia en St. Cloud, a diez kilómetros del centro de la capital francesa. La bisnieta de Napoleón era escritora y tenía un entusiasmo desbordante por el psicoanálisis. Fue su amistad con Sigmund Freud, probablemente, la que hizo que el neurólogo austriaco tratara a la princesa Alicia de sus trastornos, cuando comenzó a asegurar que mantenía relaciones sexuales con Jesucristo y con el mismo Buda. El brutal tratamiento para paliar una supuesta esquizofrenia fue someterla a electroshocks que provocaran su menopausia temprana. Tenía 45 años. Los adultos llevaron de excursión campestre al niño Felipe cuando cuatro hombres de blanco sacaron a la fuerza del hogar a Alicia y la durmieron con un potente sedante disimulado en una naranja. Despertó a cientos de kilómetros de allí, en el sanatorio Bellevue de Kreuzlingen (Suiza). Alienado de su madre y de su padre, que abandonó a su descendencia a la caridad de los familiares y buscó refugio en Montecarlo hasta el final de sus días, dicen sus amigos más fieles que Felipe comenzó a forjar entonces una coraza de la que ya nunca se desprendió. “Construyó una trinchera a su alrededor y la llenó de metralletas. Nadie podía cruzar esa línea a no ser que lograra su total confianza”, explicó Michael Mann, el decano de Windsor que sustituyó a Robin Woods y tuvo una amistad similar con el príncipe.
Felipe dio tumbos por diversas instituciones educativas. Primero el internado Cheam School, en Inglaterra; un año en el elitista Schule Schloss Salem, en Alemania, cuando la ideología totalitaria y racista de Adolf Hitler comenzaba a impregnar ese país. Sus cuatro hermanas se casaron con príncipes alemanes, al menos dos de ellos con veleidades nazis. Felipe siguió en su huida al pedagogo judío Kurt Hahn hasta Escocia, donde fundó el colegio de Gordonstoun. Es el mismo Hahn que también puso en pie el Atlantic College de Gales donde la princesa Leonor de España comenzará en breve sus dos años de bachillerato internacional. Y fue allí, con unas notas académicas medianas, pero excelencia en la práctica deportiva y posibilidades de comenzar a demostrar un sentido del liderazgo, donde decidió que Inglaterra, no Grecia, era su patria. Solicitada, y concedida, la nacionalidad, se enroló en la Marina Real. Decía el reverenciado primer ministro británico, Benjamin Disraeli, que “a todo el mundo le gusta la adulación, pero cuando se trata de la realeza, debe suministrarse a paladas”. Eso explica que la leyenda haya elevado a la categoría de héroe a Felipe cuando se recuerda su intervención en la Segunda Guerra Mundial. Le hace mucha más justicia recordar los hechos como fueron, porque demuestra que su participación en el conflicto no fue un paseo y supo cumplir con diligencia sus obligaciones. En la noche del 28 de marzo de 1941, a bordo del acorazado HMS Valiant, su destreza en el manejo de los reflectores contribuyó a que la armada italiana sufriera bajas considerables en Cabo Ténaro (lo británicos prefieren llamarlo Cabo Matapán), al sur del Peloponeso. La mayor derrota en el mar de los italianos, la hora más gloriosa del oficial Felipe de Grecia.
Factor clave en su vida fue la influencia de su tío, Luis “Dickie” Mountbatten, Lord Mountbatten, hermano de su madre Alicia. El último virrey de la India y el cortesano que más influencia tuvo, o pretendió tener en la política británica (incluido un turbio plan para derribar con un golpe de estado el Gobierno laborista de Harold Wilson) hasta que el IRA acabó con su vida, a bordo de un bote pesquero, en la costa de Irlanda, en 1979. Fue suya la decisión de que los Battenberg adquirieran un pedigrí más inglés con un nuevo apellido, Mountbatten, que eliminaba una resonancia germánica contraproducente en esa época. Y suya también fue la idea de designar como acompañante de las princesas Isabel y Margarita, durante la visita del yate real Brittania a la Academia Naval de Dartsmouth, al joven cadete de 17 años Felipe de Grecia. “Allí apareció un muchacho rubio, como un vikingo, de rosto anguloso y punzantes ojos azules”, describió más tarde ese encuentro Marion Crawford, la gobernanta escocesa de las dos princesas. La futura Isabel II tenía entonces 12 años. El 20 de noviembre de 1947, la heredera del trono contrajo matrimonio con Felipe de Grecia en la Catedral de Windsor. El rey Jorge VI exigió que su hija mayor llegara a los 21 años antes del enlace. El día antes de la boda, concedió a su inminente yerno el título de Su Alteza Real. En la mañana misma de la ceremonia, le nombró Duque de Edimburgo, Conde de Merioneth y Barón de Greenwich. Tardaría diez años hasta que su esposa, la ya Reina, le elevara al rango de Príncipe. “Phill El Griego”, como le llamó durante muchos años la prensa tabloide británica, tuvo que aguantar el sambenito de advenedizo en los círculos cortesanos de la Monarquía europea de más abolengo, a pesar de que en 1992 no tuvo inconveniente en que se tomara una muestra de su sangre para identificar los restos de los miembros de los Románov, la familia imperial rusa, asesinados en Ekaterimburgo en julio de 1918.
Padre de cuatro hijos, Carlos, Ana, Andrés y Eduardo, no pudo dar a ninguno de ellos su apellidos, porque la resistencia del entonces primer ministro, Winston Churchill, hizo que prevaleciera inalterable la marca Windsor. Fue Felipe quien anunció a su esposa la muerte de Jorge VI, durante una visita a Kenia. “Por primera vez en la historia, una joven mujer subió como princesa hasta un árbol, y después de una estremecedora experiencia, bajó ya como Reina de ese mismo árbol al día siguiente”. Era el 6 de febrero de 1952, y desde entonces el príncipe consorte llegó a participar en más de 22.000 actos oficiales, realizó 637 visitas oficiales al extranjero -solo, o acompañando a la Reina- y dio casi 5.500 discursos oficiales. Fue el primer miembro de la Familia Real que concedió una entrevista televisiva. A la BBC, por supuesto. Intentó como pudo dotar de aires de modernidad a una institución forzosamente anquilosada. Gracias a él, los habitantes del Palacio de Buckingham pudieron comunicarse por línea telefónica interna en vez de enviarse mensajes a través del personal de palacio. Gracias a él, llegó la calefacción a ese edificio descomunal. A Felipe se atribuye la desafortunada idea de permitir que las cámaras rodaran un documental con el día a día de la Familia Real, que contribuyó a erosionar esa “misión de emocionar y preservar la reverencia del pueblo” con la que Walter Bagehot, el autor de La Constitución Inglesa, definió el papel de la Monarquía.
Fue su propio carácter, poco complaciente con las actitudes sentimentales y desabrido cuando le venía en gana, el que acabó propiciando la leyenda de una sombra excesivamente autoritaria e influyente sobre su primogénito, el príncipe Carlos de Inglaterra. La leyenda -el único modo de contar las interioridades de la Familia Real británica- asegura que fue su propio empeño el que aceleró el matrimonio de Carlos con Diana Spencer. Y sobre sus hombros recae la acritud que Buckingham tuvo con Lady Di en sus últimos años. Hasta el punto de que el millonario egipcio Mohamed Al Fayed llegó al delirio de acusar al príncipe de haber ordenado el asesinato de la “princesa del pueblo” y de su hijo, Dodi, aquella fatídica noche de 1997 en París. Las cartas intercambiadas entre suegro y nuera, conocidas diez años después, muestran un Felipe desesperado por rescatar un matrimonio que ya se hundía sin remedio. “cuando deseo hacer todo lo que pueda para ayudaros a ti y a Carlos, dentro de mis capacidades. Pero me temo que no tengo talento como asesor matrimonial”. “No estoy de acuerdo. Su última carta demuestra un gran tacto y entendimiento”, le respondió Diana. No duró ese entendimiento hasta el final, cuando las respectivas entrevistas televisivas de Carlos y su esposa airearon un adulterio que, para el príncipe Felipe, demolía sin remedio cuatro décadas de respeto popular ganado a pulso por la Reina y su esposo.
Desde que el 2 de agosto de 2017 presidió un desfile militar en el Palacio de Buckingham y puso así fin a su agenda pública, Felipe de Edimburgo se recluyó en el Palacio de Sandringham. Rodeado de sus libros -teología y poesía, la mayoría de ellos-, cedió con gusto a hijos y nietos un protagonismo del que nunca disfrutó. Sus relaciones con la prensa, salvo aquellas ocasiones en las que pudo impulsar su pasión por el conservacionismo de la naturaleza, fueron tormentosas durante décadas. “He llegado a la conclusión de que he hecho algo bien cuando no salgo en los medios, porque sé que cualquier aparición mía va a recibir críticas”, reflexionaba con resignación a los 85 años. El pasado abril interrumpió su retiro voluntario para dar las gracias al personal sanitario que luchaban en primera línea contra la pandemia, “y a todos esos trabajadores clave para que la infraestructura de nuestras vidas siga adelante”. Felipe de Edimburgo dedicó la mayor parte de la suya, desde el incomprendido papel de consorte, a mantener la etérea infraestructura de la Monarquía. “No es de los que acepta con facilidad los cumplidos, pero ha sido, simplemente, mi fuerza y mi soporte durante todos estos años”, dijo de su esposo Isabel II cuando el 20 de noviembre de 1997 celebraron sus Bodas de Oro. Felipe de Edimburgo continuó siéndolo casi un cuarto de siglo después.
It is with deep sorrow that Her Majesty The Queen has announced the death of her beloved husband, His Royal Highness The Prince Philip, Duke of Edinburgh.
— The Royal Family (@RoyalFamily) April 9, 2021
His Royal Highness passed away peacefully this morning at Windsor Castle. pic.twitter.com/XOIDQqlFPn