Esta es la crónica de un operativo que falló de manera previsible (o inevitable). Es el racconto de lo que se sabía que podía pasar y pasó. Son los hechos y secretos de un festejo histórico, que gritó “Argentina Campeón del Mundo”. Una celebración nunca vista, con cerca de 5 millones de personas en las calles de Buenos Aires. Un desahogo popular que orilló el desastre y se evitó por pura suerte. Una caravana que empezó por tierra, en micros, y terminó por aire, en helicópteros.
Hubo durante la mañana y la tarde idas, vueltas y presiones a montones. Descontrol generalizado, una escena que aterrorizó a todos y un llamado telefónico que terminó con insultos, a los gritos y derivó en el final prematuro de una fiesta donde ya se había perdido el sentido común y, en algunos casos, hasta la razón. Todo concentrado en un día feriado.
Pero es, al mismo tiempo, la demostración cabal de los resultados que deja, siempre y en todo lugar, la desidia y la improvisación. Principalmente del gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, pero también de la Ciudad y la provincia de Buenos Aires, y de la AFA.
El martes 13 de diciembre, después de la goleada 3 a 0 a Croacia, ya se sabía que Argentina iba a jugar la final de la Copa del Mundo y que, cualquiera fuere el resultado, el recibimiento sería masivo. Había que prepararse para lo más, pero no se pensó ni siquiera en lo menos. Nadie se ocupó de organizar con tiempo y de manera concreta qué hacer ante la hipótesis de máxima (ganar la Copa del Mundo), ni en la de mínima (ser subcampeones).
En esta historia, en este martes de locura, se mezcló la interna política, los recelos personales y desconfianzas cruzadas. Para la Selección que lideran Lionel Messi y Lionel Scaloni, el objetivo era llevarles la Copa del Mundo y festejar con la gente, evitando cualquier contaminación partidista. Esa tarea le encomendaron a Claudio “Chiqui” Tapia, presidente de la AFA, que se hizo fuerte, entre otras cosas, siendo escudero del genio argentino del fútbol.
Todo empezó temprano, cerca de las 7 de la mañana, con una reunión entre el ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, autoridades de la Policía Federal y el presidente de la AFA. La noche anterior, el funcionario nacional se había encontrado en su oficina con su par bonaerense, Sergio Berni, y el porteño, Marcelo D’Alessandro. Los tres acordaron distribuir tareas, responsabilidades y límites. Las fuerzas federales estarían siempre a cargo de la “cápsula” de seguridad que protegería los micros de la caravana de los campeones. Las jurisdicciones locales harían la seguridad externa, según el territorio.
En la conversación matutina, Aníbal Fernández no pudo convencer al Chiqui Tapia de evitar el Obelisco, de establecer un recorrido rápido y concentrar la celebración en Casa Rosada. Ni querían pensar en una foto con Alberto Fernández o correr el riesgo de una emboscada con un acto transmitido en vivo y directo. Pero sobre todo, como dijo Scaloni en la conferencia de prensa en Qatar, “la gente, el hincha, merece ver a sus campeones”.
En las conversaciones, Tapia creyó más en Berni, poco en D’Alessandro y casi nada en Aníbal Fernández.
Con las garantías que recibió la AFA de las autoridades es que se inició la caravana con los campeones del mundo a bordo de un micro sin techo que iba por un circuito que comprendía Ezeiza, Riccheri, Dellepiane, Avenida 9 de Julio, Obelisco, Figueroa Alcorta, General Paz, de vuelta Riccheri y Ezeiza.
Para cuando empezó a avanzar la caravana, ya la 9 de Julio estaba intransitable y empezaban los primeros signos de manifiesto descontrol. Como suelen ocurrir en estos casos, empiezan los más agitados, se contagian los inquietos y se suman los que siguen a la muchedumbre.
Las escenas de gente arriba de carteles, semáforos, luminarias, techos comerciales, marquesinas y hasta puestos de diario se repetían desde las redes hasta las pantallas de televisión y viceversa. Jóvenes, algunos no tanto, rompiendo mobiliario urbano, corriendo y apretujándose en una marea humana que hizo temer lo peor.
Alberto Crescenti, el titular del SAME, confesó a la noche -cuando lo peor se hacía recuerdo, cuando quedaba atrás la pesadilla- que temió una avalancha humana al estilo Corea del Sur. El 30 de octubre último, en una celebración por Halloween en Seúl, más de 130 personas murieron en una estampida.
Aunque desde los medios y los propios jugadores y organizadores avisaban que iban a hacer todo el recorrido, la gente masivamente se acercó a la 9 de Julio y empezaban a ser millones. La caravana avanzaba lenta por la autopista Riccheri, que conecta Ezeiza con la ciudad de Buenos Aires.
En esa zona, los jugadores avanzaban a bordo del micro acompañados de un fervor popular de miles y miles que vivaban y cantaban a cada paso el hit mundialero “Muchaaaachos, hoy nos volvimos a ilusionar”. A cada metro, las señales de alarma se encendían cada vez con más fuerza.
El plan inicial tuvo que cambiarse sobre la marcha. Acá se inició una serie de episodios que desembocaron en el final abrupto de una caravana que ya era histórica para la Argentina por la dimensión y marcaba un récord que podría ser mundial. Unas cinco millones de almas en la Avenida 9 de Julio (el epicentro de la pasión mundialista) y el resto de las arterias del perímetro anunciado.
Según confían dos de los involucrados en las charlas punto a punto entre Chiqui Tapia y la seguridad -ya cerca del mediodía el comando central se había deshilachado- se acordó cambiar el recorrido y, en vez de ir para la 9 de Julio, se resolvió ir por General Paz, Lugones, AU Illia, Paseo del Bajo, y en sentido contrario AU 25 de Mayo, Dellepiane, Riccheri y Ezeiza.
“El Chiqui Tapia anunció que la Selección iba a saludar desde la Autopista y ahí se descontroló todo. La gente corrió, se subió a la calzada y se pudrió todo. Ya era imposible completar el recorrido”, reconoció uno de los involucrados.
Pero la escena que generó mayor temor y que hizo pensar a los jugadores que no era una buena idea seguir con el plan original fue la que ocurrió en el Puente Olavarría, que divide Villa Celina de Villa Madero. Allí, dos varones se arrojaron sobre el micro que pasaba a pocos centímetros. Uno cayó adentro, a pocos centímetros de varios campeones del mundo que segundos antes le decían, desesperados, “no lo hagas, no”.
El otro irracional se soltó del puente, resbaló en el borde, cayó de cabeza y terminó en el asfalto, estropeado por el golpe. Se lo llevaron en una camilla, sangrando pero consciente, aunque con evidentes signos de haber consumido alguna sustancia estimulante.
Mientras arreciaban los desmanes y crecía el miedo a que todo se fuera de madre, Aníbal Fernández volvió a insistirle al presidente de la AFA que la idea de ir a la 9 de Julio era mala, pero la de seguir con la caravana era peor. Sobre todo porque si la caravana tomaba por la General Paz los micros quedarían “encajonados” y sin posibilidad de retirada o vía de escape si se agravaba el descontrol.
Pero no había caso. El diálogo era imposible. Al “Chiqui” Tapia a veces se le entendía lo que decía y otras no tanto. Arriba del micro ninguno estaba ajenos a los brindis. Los campeones, con todo derecho, celebraban y chocaban sus botellas y vasos bien cargados. La duda era si el presidente de la AFA se abstuvo o no de ese clima de jolgorio.
El ministro de Seguridad ya había tratado de convencerlode que salieran por la zona del peaje del Mercado Central para desde allí hacer un vuelo en helicóptero hacia donde dijeran los jugadores. En el fondo estaba la posibilidad de que aceptaran ir a la Casa Rosada para concentrar allí los festejos. Por la desconfianza y el miedo a la “emboscada” volvieron a decir que no.
El micro avanzaba hacia la Avenida General Paz y ya había asumido la responsabilidad de la seguridad externa el gobierno de la Ciudad. Allí quedaban dos alternativas: o girar y seguir el plan que querían los jugadores o cambiaban los planes. Allí hubo otro llamado, el que terminó mal.
Pocos metros antes de ese punto de no retorno el ministro de Seguridad le ordenó al operativo que no se desviara, continuara por la Autopista Dellepiane y condujera a la caravana a la Escuela de Policía Federal “Juan Ángel Pirker”, en Villa Lugano. Allí se habían alistado varios helicópteros de apoyo para el operativo. De acuerdo con fuentes oficiales, esas aeronaves iban a ocuparse de la extracción de los jugadores. “Podía ser en la Casa Rosada, en algún lugar otro lugar del recorrido, pero se sabía no iban a aguantar los jugadores 14 horas arriba de esos colectivos. Venían de jugar la final, de un viaje agotador desde Qatar. ¿Quién puede ser tan desgraciado de someter a esos pibes a semejante esfuerzo?”, se preguntaba una de las fuentes consultadas para esta noche.
Pero esa decisión no fue gratis. Aníbal Fernández y Tapia quedaron, al final, frente a frente y sin excusas.
“Se dijeron de todo. Tapia le dijo “me cagaste, le cortaste el festejo a los chicos” y Aníbal lo mandó a la “mierda””, confió una fuente inobjetable de ese diálogo: “Se dijeron varias cosas. Todo se calentó porque el Chiqui Tapia le cortó el teléfono y después Aníbal lo volvió a llamar para decirle que ya Messi y Di María estaban arriba del H17, que era uno de los helicópteros que estaban a disposición de los jugadores”
Fueron 10 mil efectivos de la Policía Federal, la Gendarmería, Prefectura y Policía de Seguridad Aeroportuaria, otros 10.000 efectivos de la Policía de la Ciudad, agentes de tránsito porteño y de salud, y un número similar de la provincia de Buenos Aires que estuvieron detrás de una operativo que no salió como estaba previsto. Aunque no se tuvo que lamentar una tragedia.
Alberto Fernández, otra vez, quedó expuesto en su vacuidad. Decretó un feriado nacional que recogió críticas desde su anuncio y que pareció buscar un juego a dos bandas: quedar bien con la Selección para que aceptaran un festejo en la Casa Rosada que no ocurrió, y hacerles un guiño a los millones que estaban dispuestos a participar de los festejos por la Copa del Mundo.
No logró lo uno y menos lo otro.
Aunque esta vez no estuvo con megáfono en mano en las rejas de la Casa Rosada como en el funeral caótico y fallido de Diego Maradona, la imagen del Presidente volvió a ser menospreciada de manera pública, esta vez por el argentino más valorado por el mundo: Lionel Messi. Y por el resto de la Selección.
Aunque no llame la atención, lo que ocurrió es que los jugadores que representaron a la Argentina rechazaron mostrarse con su presidente.
Más allá de eso, el feriado nacional -al que varias provincias, incluso peronistas, rechazaron de manera expresa- les impidió hacerse el día a cuentapropistas, changarines, monotributistas, autónomos, empleados de comercio, mozos que viven de propinas. Obligó a reprogramar turnos, exámenes -en plena etapa de finales, recuperatorios y pruebas varias-, operaciones médicas, trámites y hasta casamientos o divorcios.
Se trató de una decisión inútil, más enfocada en los empleados públicos, los estatales o municipales que en el sector privado. Inútil porque si el objetivo era festejar con los campeones del mundo, la caravana apenas completó un cuarto del recorrido previsto.
Si bien los encargados de la seguridad de todas las jurisdicciones involucradas defendían el operativo -destacaban que no hubo fallecidos ni un número masivo de heridos o lesionados- reconocían que las diferencias políticas en el seno del oficialismo fueron un factor que complicó la organización de los festejos. A última hora, en el entorno de Aníbal Fernández, Sergio Berni y Marcelo D’Alessandro había alivio por el saldo de un martes que pudo ser peor que malo.
Crescenti, del SAME, puso números concretos: reveló que el domingo después de la victoria de la Selección frente a Francia, en las movilizaciones hacia el Obelisco hubo más de 340 lesionados, frente a los menos de 30 que se registraron en los masivos festejos de ayer. Hubo una persona que falleció después de una caída y, hasta la medianoche, no se había reportado ningún fallecido.
“La estampida de Corea del Sur fue una masacre. Nosotros teníamos ese temor y habíamos previsto vías de acceso porque tenés que sacar rápidamente a la gente por los costados para ir descomprimiendo”, reconoció el titular del servicio de emergencia médica porteña. Apenas después de contar eso, por televisión, fue testigo de cómo se iniciaron los últimos incidentes del día: decenas de violentos atacaron a la Policía Federal que fue a custodiar un operativo en el Obelisco para sacar a unos intrusos que subieron de manera ilícita al monumento más representativo de la ciudad de Buenos Aires.
Fue el final irracional de un día caótico, donde los festejos terminaron como tantas otras cosas en Argentina: mal.